Amorfo |
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Capítulo 1
Clara tenía un hermoso mechón blanco que le daba vueltas desde el centro de su redondo cráneo, pasando por su frente, hasta la punta de su respingada nariz. Su madre, siempre tan sabia, le había dicho que ése era el signo de su pecado, que su belleza era el recordatorio del purgatorio terrenal que debería soportar. Clara no comprendía aun la verdadera dimensión de esta profecía materna. Capítulo 2 Clara tenía un hermoso rizo plateado que bailaba entre sus sienes como las musas danzan en torno a la mente de un gran poeta. Sus brillos se balanceaban con tal gracia que todos los hombres la observaban como encandilados. No me atrevo a mirarla, decían, es demasiado para mí y para cualquiera. Pero Clara no entendía la ofensa que su radiante belleza provocaba en los pobres machos hambrientos. |
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Capítulo 3 Clara tenía un pequeño y grácil rulo platinado que se asomaba curioso al mundo por entre la negrura espesa de su cabellera. Había temporadas en que Clara lo consideraba más un estorbo que el anzuelo que su hermosura lanzaba para capturar las miradas estáticas de los ingenuos. Correspondía también a los momentos en que sentía la necesidad de atraer algo más que las miradas. Entonces le permitía a alguno acercarse para olerla y tocarla. Había que activar los sentidos: sentir su gusto, probar su suavidad, oír sus susurros. |
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Capítulo 4 Clara tenía un signo que nacía en la raíz de sus cabellos y se posaba sobre su rostro como el moco de un pavo. Era blanco como la nieve y el sol del atardecer lo enrojecía como la transparencia de una mica. ¡Qué vano es el perfume de tu piel! Así la espetaba su madre cuando de noche salía a recorrer las calles buscando la realidad. No puedo vivir en este sopor, le respondía, necesito aire, aire, aire. Entonces tomaba su pequeña cartera blanca, llena de pañuelos desechables blancos con olor a menta y caminaba toda la noche. Capítulo 5 Clara tenía un sello, una seña marcada en su cabeza, peligrosa como la diana de un blanco en negativo. Lo había tenido siempre, fue lo primero que la distinguió al nacer, como una de esas manchas de nacimiento. Pero prefería recordarlo en algunos momentos felices que luego se tornaron tristes. Como aquella vez en Castro cuando al pie de una iglesia de madera conoció a un hombre que no la miró. Esa ocasión sintió por vez primera el poder de la mirada, gracias a su ausencia. El hombre era ciego, nunca podría verla, nunca su mirada se posaría sobre el destello inmaculado de su pelo. Lo quiso como nunca había querido antes a nadie. Él era su meta. Lo haría ver así fuera al infierno comprarle un par de ojos nuevos. Capítulo 6 Clara tenía ese rasgo tan particular que ya hemos visto. Es decir, lo hemos descrito como quien pretende describir la mañana que amaneces huérfano y sientes que la falta te sobra, o como cuando queremos contar cómo nos sentimos el día en que no sentimos nada. Clara tenía ese algo indescriptible que algunos tienen, pero lo tenía en su cabeza, visible a todo el mundo. Era algo que se veía pero que no podía nombrarse. ¿Qué tiene de especial esa belleza para un ciego? |
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Capítulo 7 Clara tenía un tentáculo blanco que nacía en el centro de su cráneo, como las serpientes de la Gorgona. Su ponzoña no llegaba a los ojos grises de ese hombre de Castro. Lo dejó que la tocara. Demoró todo su cuerpo hasta llegar a la cumbre donde pendía ese maravilloso penacho albo. Pero el ciego no podía ver. Ella creía firmemente en los poderes curativos de su prodigio y el ciego no quiso oponerse a sus creencias creyendo que a ella le haría bien. Clara se sintió triunfante, pero el ciego, viendo entre tinieblas el egotismo fetichista de la mujer le confesó la verdad. No podía ver su mechón blanco. Y ella gritó de angustia y de duda sin saber qué hacer con ese espejo negro que le colocaban delante. El ciego, lleno de compasión y rabia tomó con firmeza el rulo y lo arrancó de raíz. |
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Capítulo 8 Clara tenía un claro sobre sus ojos que se extendía hasta el centro de la curvatura irregular de su cabeza. Un surco, la huella sanguinolenta de la pasión de un espejo roto. Ya no medía sus palabras, simplemente las vomitaba sobre los otros cuando la miraban y no podían quitar la vista. Había pasado de ser objeto de admiración a objeto de compasión. Sentía, en el fondo, que las miles de pequeñas astillas del estallido del espejo habían saltado a su corazón como esquirlas perdidas en medio de la guerra. Ya no había sentido, ya no había reflejo, ya no había belleza, pero persistían las miradas. |
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Capítulo 9 Clara tenía un escalpelo que brillaba tanto como su mechón arrancado, ahora muerto en el fondo de un cajón. Se lo colocó sobre el rostro para marcar el recorrido que sus ex cabellos solían hacer. Conocía bien ese camino, lo había hecho con sus dedos juguetones una y otra vez toda su vida. Ahora lo hacía una y otra vez de nuevo, a pesar de que la sangre le tapaba los ojos y quemaba sus recuerdos. |
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Capítulo 10 Clara tenía una huella blanca que cruzaba todas las direcciones de su rostro. Los tramos se alternaban como en un arcoiris que iba del púrpura al violeta. Allá verde, acá amarillo, su faz implicaba el laberinto de sus propias emociones. Ahora la mirada de los hombres se posaba de otra manera sobre ella. Ya no era la compasión que no comprende la belleza perdida en palabras huecas como debe haber sido hermosa. Ahora la pus brillante como crema que borboteaba por entre los jalones de su piel les provocaba repugnancia. Un sentimiento más definido y decisivo. Quizás ahora su ciego amigo podría ver con claridad en los relieves de su rostro. Ahora quizás, por fin, lo haría ver de verdad. Dibujo: Ricardo Vega Texto: Udo Jacobsen |
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