M.O.S.C.A.




Recuerdo el accidente y sé que voy a morir. Al menos recuerdo el accidente……


Una luz… y otra luz… y otra luz… y otra luz… Cada cinco segundos una luz, una redonda, eléctrica, fulminante luz me ilumina los ojos. Cada cinco segundos exactos. Eso habla exquisitamente bien de la velocidad estándar del conductor de la camilla. Durante cinco minutos ha conducido el vehículo por el pasillo y cada cinco segundos las luces del inmaculado cielo raso han golpeado mi rostro. Un leve espasmo, un temblorcillo que deliciosamente me recuerda mi cuerpo dolorido sobre la camilla, me sacude de pies a cabeza (en ese consecutivo orden) cada vez que la camilla golpea contra la puerta abatible. …Cinco puertas en cinco minutos, una luz cada cinco segundos exactos… los golpes contra las puertas no logran alterar la regularidad del camillero inmutable ante el cuerpo que se sacude en cada golpe… doce golpes de luz en lo profundo de unos ojos que no puedo cerrar… porque sé que si los cierro moriré… doce golpes de luz entre una puerta y otra. Al cruzar la quinta, el fuerte olor a formol me baja quemando por la nariz y la garganta. Me sorprende la luz poligonal de esta habitación, aún más alba que el pasillo, me enceguece, me encandila con su brillo. Tiene el aspecto de los ojos multifacéticos de los insectos. Una mosca inmensa que mira inteligente mi maltratada bolsa de huesos.


Veo el trozo de cristal incrustado en mi frente, cerca de la sien izquierda. Un enfermero mueve los labios con aires de mimo. Un instrumento cae de sus manos y sus gestos son otra vez elocuentes. Me doy cuenta de que no puedo oír. Es un mundo extraño éste sin ruidos. Claro, tengo el recuerdo denso de los sonidos y ellos se agolpan en la memoria intentando cubrir la oquedad horrible en la que he quedado… Siento el crujir de la cucaracha bajo la bota. Siempre he odiado las cucarachas… uno las pisa y la sensación de envenenamiento que sube por la pierna es inevitable, como si la putrefacción pudiera alcanzarnos con su podredumbre aún a través de la suela del zapato… Puedo oír el resonar de la cuchara revolviendo el café descafeinado que me despierta por la mañana con su olor dulce y cálido (a pesar del edulcorante artificial), no como este formol ácido y corrosivo que da náuseas y quema los pulmones…


¿Quién revuelve la taza, qué mano toma la cuchara y la hace girar y la golpea contra los bordes con tierna insistencia para despertarme? No tengo edad para que sea mi madre y la tersura de la piel que me acaricia no corresponde, así como tampoco la turgencia del seno desnudo que se apoya contra la piel de mi pecho….


La parafernalia aséptica verde claro de los médicos deforma su apariencia… son monstruos de delantal, mascarilla, guantes, gorro, gafas enormes… un enjambre alrededor de mi cabeza … me asalta el recuerdo del zumbido de las avispas.. cuando era niño sacaba a palos las colmenas escuálidas de las avispas que pretendían establecer sus nidos en la cornisa del granero de la casa de mi padre… o tal vez de mi abuelo… esa espantosa búsqueda de información que no se encuentra… es como intentar seguir el juego en un CD rayado… entonces golpeaba el colmenar, indefectiblemente cerraba los ojos al momento en que el palo tocaba el nido y luego corría desaforado, sintiendo cerca de mi oído el zumbido airado de las guerreras, mientras un escalofrío intenso me sacudía la columna vertebral… me volvía horrorizado esperando hacer frente a todo un escuadrón … (lo terrible era no saber… no poder verlas mientras corría con los ojos apretados)... entonces descubría que ninguna me había seguido. Bobas, las avispas estaban allí, girando y girando alrededor del lugar en que había estado el panal, hasta que llegaba mi padre y les echaba insecticida. Agonizaban retorciéndose con lentitud en el suelo y las vivas volvían todavía a intentar reconstruir su casa, pero el veneno era potente.


Puedo ver a los médicos dar vueltas y vueltas alrededor mío con sus instrumentos … pero no puedo oírlos. Mi cuerpo inmóvil, ingrávido e insensible me comunica, con la presión ligera de la médula del hueso, que algo hacen en mi cráneo. Es la misma sensación de la muela que me intenta sacar el dentista bajo la mirada adusta de una mujer que dice “no llores, los hombres no lloran. Además no puede dolerte…está con anestesia”, qué sabía ella… claro que no dolía…era ese anuncio de dolor, ese recuerdo de dolores pasados y posibles que me transmitía el nervio retorciéndose, el que me hacía volver de un lado a otro en la silla repleta de tenazas, algodones y jeringas.


Los veo revoloteando alrededor de mi cabeza, casi puedo oír el zumbido de la luz que cae sobre mí o quizás lo recuerdo… La enfermera entrega, eficiente, el instrumental mientras ellos extienden sus alas amenazantes y se introducen en mi cráneo para drenarme el cerebro poco a poco … La enfermera no puede engañarme … es un bello coleóptero que sangra detrás de la mascarilla… o es la baba deseante de mi carne… … … … ………


Dibujos: Ricardo Vega

Texto: Antonio Lobos G.