Una Temporada en Sin City

por Christiano

El Ford 65 ha funcionado bien, la carretera es, ciertamente, como la gran protagonista de una Road Movie jamás filmada. La velocidad -mórbida pasión de este humilde redactor- no me deja apreciar detalladamente el lugar, pero mi aguda visión periodística deja entrever un paisaje semi-desértico que alberga unos misteriosos lagartos de largas colas que cruzan cadenciosamente el asfalto. Un oxidado letrero metálico, que muestra en una de sus esquinas un grafitti, hecho con spray blanco, con la inscripción ¡fuck you!, me indica que estoy en Sin City ¡la fatídica ciudad del pecado!


Todo es demasiado radical en Sin City, el blanco es tanáticamente blanco, el negro es una extraña deidad que determina negramente -en este caso, redundar vale la pena- la vida de cada uno de sus habitantes. No existen matices intermedios, medios tonos que te salven la vida, sus personajes hablan de manera extraña, desesperada. Sus voces son consecuencias, instancias, meros simulacros de una novela negra. Horrorosamente negra.

Caminar por sus calles no me resulta demasiado grato o, más bien, una sensación temerosa, un sudor frío de inseguridad se apodera de mí, hasta entonces, infranqueable profesionalismo reporteril. Entro en aquel tugurio; el whisky bar que alberga la crem de la crem de la fauna bohemia de la ciudad del pecado.

Una hermosa mujer vestida con un provocativo traje de vaquera, flequitos incluidos, baila de forma muy virtuosa con un lazo, ante la mirada atenta de un público demasiado marginal que se ahoga entre el alcohol y un humo insoportable de tabaco y quien sabe que otra prohibida sustancia.

Me acerco a la barra con mi libretilla de apuntes y mi grabador portátil. Pido un whisky on the rocks y aprovecho de dirigirme al dependiente preguntándole por el contacto que me interesa. La cara del tipo, mientras prepara mi trago en un vaso no demasiado limpio, cambia de forma angustiosamente brusca al escuchar el nombre que le susurro con un injustificado sentimiento de culpa.

-¿Marv... buscas a Marv? ¡Ja...! ¿Qué tipo de asunto tienes tú con Marv, pendejo?, me pregunta irónicamente, con una pérfida sonrisa, mientras seca los vasos mal enjuagados con un trapo al que prefiero no referirme.

Mi contestación adquiere un estilo gangsteril y doblemente irónico al del poco higiénico barman.

-Nada que a tí te pueda interesar un maldito comino, ¡son of a bitch!

El tipo se conforma; debe ser costumbre las contestaciones de este estilo en su tugurio, pero algo raro sucede: el rostro del dependiente vuelve a adoptar esa expresión inquietante del principio al mirar por sobre mi hombro.

-¿Tú buscas a Marv, asshole?

Una voz de trueno retumba en mí espalda, no es necesario ser un genio para adivinar que ya está aquí. Giro sobre el destartalado asiento circular de la barra y mis ojos se desorbitan ante una visión que es la más fiel y representativa de Sin City.

Estoy frente a una figura desproporcionadamente inmensa; su cráneo es una bóveda gigante, bruscamente cuadrada, sus facciones parecen esculpidas en mármol, con la clara intención de asustar al mundo, acompañadas por cicatrices, hematomas y parches curitas que parecen formar parte de esa naturaleza criminal ante la cual el valor de la vida es de una ambigüedad casi mística.

Mi anterior percepción y mi constante alusión cinematográfica sobre cualquier asunto de la vida me habían hecho suponer que, tal vez, Schwarzenegger quedaría bien en el papel de Marv, pero la realidad es otra; el aplomo, sus movimientos demoniacamente perfectos, esa alegoría inherente a la violencia, dejaban al superstar hollywoodense como un mamón pre púber, un pelele indefenso al que sólo el marketing hace el milagro de metamorfosear una imagen de duro.

Trato de explicar sobre mis intereses periodísticos de reflejar el submundo de Sin City, de decirle que tal vez él sea el único que me puede guiar sin problemas en esa ciudad bomba. Hago una oferta en dólares por la prestación de sus servicios, dejo claro que absolutamente todo será pagado, incluidos whiskys, drogas, todo.

Su mirada lacerantemente profunda no deja de estudiarme de pies a cabeza, aquel rictus eterno se rompe y desdibuja un gesto; un movimiento facial particularmente indefinible, hay un momento de quemante silencio, baja la mirada y termino por entender que aquel gesto fue una sonrisa. Las cosas caminan bien, acaba de aceptar mi oferta.

Continuará…